Había sido un tema recurrente en las tertulias de sobremesa y con el paso del tiempo había empezado a obsesionarse. Y el síntoma más claro era que ya no decía la suya o bromeaba, dos tipos de enfoque que quiere decir que la cosa va en serio.
Comenzó para pasear por los rastros o mercados de segunda y más manos y vio a la venta materiales muy personales, desde fotografías a pinturas, pasando por cartas íntimas, objetos que jamás nadie osaría vender ni esparcir fuera de la unidad de vida de la que es núcleo, uno mismo.
Los herederos directos no son garantía de respeto hacia todo lo que una persona ha generado como materiales personales y si no hay nadie, familiar o amigo, que asuma la responsabilidad de mantener la integridad de los objetos personales, estos terminan por pasar de unas manos a otras hasta que llegan a alguien que le es completamente ajeno, sin perdón si es familiar, falta de educación si alguien quiere hacer negocio. Pero los humanos ya lo dicen, el muerto está muerto y el vivo está vivo.
Después vivió el caso de un amigo que vio como la casa se le quemaba y todo quedaba en nada. El amigo ya no fue el mismo y de tan amargado dejó de serlo. Otro amigo murió en accidente y él no tuvo tiempo de revisar su biblioteca para encontrar los libros que le había dejado, la familia se lo había vendido todo, incluso la colección de novela negra que había reunido con devoción religiosa.
Empezó a pensar en su caso y visualizar todo su mundo hecho migajas por los mercados del domingo cuando no directamente a los vertederos y no necesariamente de materia orgánica. Y esto tenía un sentido: desaparecer para siempre, la muerte real. No sólo no te recuerda nadie, además nadie sabrá que has existido. Y si no cree en un ser superior, mala pieza por tejer cuando hay que buscar una excusa para responder al: ¿qué hacemos aquí?
Cuando leyó un artículo sobre la vida en red, lo tuvo claro. Estaba jubilado, la mujer se había enzarzado hacía años en otra aventura conyugal y sus dos hijos, la parejita, eran tan independientes que sólo se acordaban del padre cuando el Corte Inglés les recordaba la fiesta comercial. La perspectiva pues era que su paso por esta vida no era sólo volver al polvo sino además servir de anónimo abono de algún campo de zanahorias. Que su vida estuviera más pendiente de lo que pasaría cuando no exsistiera que vivir plácidamente sus últimos años, era algo que nadie podría entender si no fuera que en este mundo este hecho irracional tenía su razón, porque sus habitantes aplicaban el principio de la inmortalidad de una manera peculiar, llegar a destacar en vida para seguir vivo en las enciclopedias cuando estuviese muerto. De hecho hay gente que está muerta en vida, sólo hay que estar vivo en la muerte.
Compró lo mejor y más rápido en tecnologías informáticas y diseñó un plan, sin letra porque no habría un plan B. Vació una habitación y la convirtió en su núcleo, estanterías y cajones vacíos, mesa con ordenador, escáner y conexión permanente en red. Después fue haciendo viajes de ida y vuelta en el resto de la casa. Primero por lo visible, luego las partes escondidas, las olvidadas y finalmente las que hacen daño al recuerdo, porque nunca más volverán o porque en su momento fueron imprescindibles y ahora no se entiende porque lo fueron.
La rutina era la misma, la copia digital de todo y subirlo a la red siguiendo un orden estructural, cronológico o temático según los casos. El material original después de su conversión digital también se iba ordenando en estantes y cajones. Con el tiempo todo iba cogiendo un orden e incluso un sentido, porque objetos que estaban destinados a no ser nunca más protagonistas, volvían a tener una oportunidad y por el cariz que llevaba el caso, más allá del mueble.
Ni que decir tiene que la cosa tomó algún tiempo y la vida social murió antes de tiempo, pero no le importaba, porque como decía él cuando era un bromista, pasarse la vida para quedar bien tenía como recompensa llenar de gente su funeral, lo que el muerto siempre agradecería. Además, hasta los veinte años eran los verdaderos años de plenitud, a partir de entonces todo era un largo y monótono descenso, una constatación que brotaba después de hacer tres veces veinte.
Todo ello ocupaba su mente mientras la web crecía y crecía con todo tipo de material, las fotografías que habían vivido en diferentes soportes, negativos de blanco y negro y color, diapositivas ... cuentos, poesía, apuntes de escuela y universidad, recortes de diario, películas en súper 8 y todos los formatos de los últimos cuarenta años, dibujos, pinturas, y las mil y una aficiones que había coleccionado sin saber que las hacía.
También aquella familia caligráfica que bautizó con el nombre de Increíble y que ninguno de sus jefes había valorado en sus cuarenta años de trabajo en la imprenta. Cosas del trabajo, se dice.
Cuando le diagnosticaron un avanzado cáncer de estómago, casi había hecho las paces con su material de vida. Decidió no hacer el tratamiento para no tener que mostrar en la red su decadencia más absoluta y se dedicó a grabar pequeños fragmentos en primer plano sobre sentencias de vida, todas aderezadas con un excelente y punzante sarcasmo.
Y lo que no consiguió nunca en vida, lo fue en el último suspiro. La red, dicen, tiene estas cosas. Y sus sentencias de vídeo fueron de largo las más visitadas y comentadas. Concedió entrevistas a los medios y su foto fue portada el día después de su muerte. Su vida en red era el más destacado de las necrológicas. Y su familia lo encontró mucho de menos y lloró mucho.
Meses después nadie se acordaba y sus objetos personales pronto desaparecieron de la habitación y algún avispado hacía negocio.
Pero en la red todavía estaba vivo.
Años más tarde un grafista descubrió la Increíble y la respetó a ella y a su autor por lo que pasó a formar parte del mundo de la imprenta en papel y en pantalla. Quizá la gran mayoría no sabría nunca que la fuente de letra era suya, pero es de aquellos pequeños detalles que algún poeta diría una pizca de inmortalidad y él, mezclado con la tierra del campo de zanahorias, lo sabía valorar.